martes, 26 de abril de 2011

TEXTOS DE PROUST-MANN-KAFKA

"En busca del tiempo perdido"

1. Por el camino de Swann

  Claro que Swann no tenía conciencia directa de lo grande de ese amor. Cuando quería medirlo le parecía a veces empequeñecido, casi reducido a la nada; por ejemplo, lo poco que le atraían, casi la repulsión que le inspiraban, los rasgos fisonómicos de Odette antes de que se enamorara de ella, y que volvía a sentir algunos días. «Verdaderamente, voy progresando», decía; «ayer no sacaba ningún gusto de estar en su cama, es curioso; y hasta me parecía fea.» Y era sincero, sí; pero su amor iba bastante más allá de las regiones del deseo físico. Y no entraba en él, por mucho, la persona de Odette. Cuando sus miradas tropezaban con la fotografía de Odette que tenía encima de la mesa, o cuando la propia Odette iba a verlo, le costaba trabajo identificar la figura de carne o de cartulina con la preocupación dolorosa y constante que en su seno sentía. Exclamaba con asombro: «¡Es ella!»; como si de repente nos mostraran exteriorizada, ahí delante de nosotros, una enfermedad que padecemos, y no la encontráramos parecida a la nuestra. «¡Ella!» Swann se preguntaba qué era eso de «¡ella!», porque guarda mucha mayor semejanza con el amor y con la muerte que esas cosas que tanto se repiten, el interrogar, cada vez más, por miedo a que se nos escape, el misterio de la personalidad. Y aquella enfermedad amorosa de Swann se había multiplicado tanto, se enlazó tan íntimamente a todas las costumbres de Swann, a sus actos, a su pensamiento, a su salud, a su sueño, a su vida, a lo que deseaba para después de la muerte, que ya no formaba más que un todo con él, que no era posible arrancársela sin destruirlo a él, o, para decirlo en términos de cirugía, su amor ya no era operable.
2. Sodoma y Gomorra

Pero ya no habría en adelante ningún día nuevo para mí y me despertaría el deseo de una desconocida felicidad y solo prolongaría mis sufrimientos hasta que ya no tuviese fuerzas para soportarlo. La verdad de lo que me había dicho Cottard en el casino de Parville ya no me ofrecía dudas. Lo que temiera y sospechara vagamente mucho tiempo de Albertine, lo que deducía mi instinto de todo su ser y lo que me había hecho negar poco a poco mis razonamientos conducidos por mi deseo, era verdad. Detrás de Albertine, ya no veía las montañas azules del mar, sino el cuarto de Montjouvain en donde caía en brazos de la señorita de Vinteuil con esa risa en que se oía algo así como el ignorado sonido de su goce. Porque, linda como lo era Albertine, ¿cómo podía ser que la señorita de Vinteuil, con sus aficiones, no hubiese pedido satisfacerlas? Y la prueba de que a Albertine no le había chocado y consintió, es que no se disgustó y su intimidad no dejaba de crecer. Y ese movimiento gracioso de Albertine al posar su barbilla sobre el hombro de Rosamunda, mirándola entre sonrisas y dándole un beso en el cuello, ese movimiento que me recordó la señorita de Vinteuil y para cuya interpretación vacilara en admitir que una misma línea trazada por un gesto produjera obligatoriamente una misma inclinación, ¿quién sabe si Albertine no lo había aprendido sencillamente de la señorita de Vinteuil? Poco a poco el cielo apagado se iba encendiendo. Yo, que hasta entonces no me había despertado nunca sin sonreírle a las cosas más humildes, al tazón de café con leche, al ruido de la lluvia, al tronar del viento, sentí que ese día que iba a despertarse dentro de un instante y todos los días que lo seguirían, ya no me volverían a traer la esperanza de una felicidad desconocida, sino la prolongación de mi martirio. Me interesaba todavía la vida; sabía que solo me cabía esperar lo más cruel. Corrí al ascensor, a pesar de la hora indebida, para llamar al ascensorista que ejercía las funciones de sereno nocturno, y le pedí que fuera a la habitación de Albertine, que le dijera que tenía que comunicarle algo importante y si podía recibirme. «–La señorita prefiere venir –vino a contestarme–. Estará aquí dentro de un instante.» Y pronto, en efecto, Albertine entró, de bata.

3. El tiempo recobrado

  Pero si un ruido, un olor, ya oído o respirado antes, se oye o se respira de nuevo, a la vez en el presente y en el pasado reales sin ser actuales, ideales sin ser abstractos, en seguida se encuentra liberada la esencia permanente y habitualmente oculta de las cosas, y nuestro verdadero yo, que, a veces desde mucho tiempo atrás, parecía muerto pero no lo estaba del todo, se despierta, se anima al recibir el celestial alimento que le aportan. Un minuto liberado del orden del tiempo ha recreado en nosotros, para sentirlo, al hombre, liberado del orden del tiempo. Y se comprende que este hombre sea confiado en su alegría, aunque el simple sabor de una magdalena no parezca contener lógicamente las razones de esa alegría; se comprende que la palabra «muerte» no tenga sentido para él; situado fuera del tiempo, ¿qué podría temer del futuro? Pero este falso efecto que me acercaba un momento del pasado incompatible con el presente, este falso efecto no duraba. Por supuesto, se pueden prolongar los espectáculos de la memoria voluntaria que no nos exige más fuerzas que la de hojear un libro de estampas. Así, en otro tiempo, por ejemplo el día en que tenía que ir por primera vez a casa de la princesa de Guermantes, desde el patio soleado de nuestra casa de París miraba yo perezosamente, a elección mía, ya la plaza de la iglesia de Combray, o ya la playa de Balbec, como hubiera yo ilustrado el día que hacía hojeando un cuaderno de acuarelas tomadas en los diversos lugares donde había estado; y, con un egoísta placer de coleccionista, me dije catalogando así las ilustraciones de mi memoria: «La verdad es que he visto cosas bellas en mi vida».

"La montaña mágica"

En la novela se da a menudo la exposición y confrontación de las ideas de los personajes sobre diversos temas, con frecuencia profundos. Pero el paradigma de discusión filosófica lo mantiene Hans con dos personajes: Settembrini y Naphta, que dialogan entre ellos y con el protagonista, y que tienen temperamentos e ideas muy distintos, casi siempre opuestos. A lo largo de muchas páginas estos dos personajes discurren sobre política, filosofía, historia, arte o religión:

–El señor Settembrini –intervino Naphta– omite mencionar que el idilio roussoniano es una adaptación torpe y racionalista de la doctrina cristiana, el estado civil del hombre que no reconoce el pecado ni la sociedad, de su origen divino y de su unión íntima con Dios, unión que de nuevo debe realizarse. Pero el restablecimiento del reino de Dios, después de la disolución de todas las formas terrestres, se halla situado en un punto en que la tierra y el cielo, o aquello que es accesible y sobrenatural convergen. La salvación es trascendente, y en lo que se refiere a su República universal capitalista, mi querido doctor, es muy extraño que hable usted de «instinto» al referirse a ella. El ser instintivo se halla absolutamente relacionado con lo que es racional, y Dios mismo ha dotado a los hombres de instinto natural que los incita a separarse los unos de los otros en Estados diferentes. La guerra…
–La guerra –exclamó Settembrini–. Incluso la guerra, señores, se ha visto ya obligada a servir al progreso, como sin duda admitirán si recuerdan ciertos acontecimientos de su época preferida; me refiero a las Cruzadas. Estas guerras civilizadoras favorecieron acertadamente el mundo de las relaciones económicas y comerciales entre los pueblos y reunieron a la humanidad occidental bajo el signo de una idea.
–Se muestra muy tolerante con la idea. Quiero, pues, rectificar sus palabras cortésmente informándole de que las Cruzadas, al margen del impulso que dieron al comercio, ejercieron una influencia que no tiene nada de internacional; por el contrario, enseñaron a los pueblos a distinguirse entre ellos, y fomentaron el desarrollo de la idea del Estado nacional.
–Muy exacto, en lo que se refiere a las relaciones del pueblo con el clero. Sí, en aquellos tiempos el sentimiento del honor del Estado nacional comenzó a fortificarse, saliendo al paso de la presunción jerárquica…


La estancia de Hans en el sanatorio se prolonga indefinidamente. Durante sus primeras semanas, Hans estaba muy irritado con una mujer rusa porque cerraba la puerta del comedor con un portazo; con el paso del tiempo, Hans se acaba por enamorar de esta mujer, llamada Clawdia Chauchat, la cual está casada pero vive en el sanatorio sin su marido. Hans se apasiona intensamente por ella y le hace una febril declaración de amor, pero sabe que su relación es imposible porque ella está casada y porque se va a marchar del sanatorio:
–Te amo –balbuceó–, te he amado siempre, pues tú eres el Tú de mi vida, mi sueño, mi destino, mi deseo, mi eterno deseo.
–¡Vamos, vamos! –dijo ella–. ¡Si tus preceptores te viesen!
–Me tendría sin cuidado, me tienen sin cuidado todos esos Carducci, la República elocuente, el progreso humano en el tiempo, pues ¡te amo!
Ella acarició dulcemente con la mano los cabellos cortados al rape en la nuca.
–Pequeño burgués –dijo–. Lindo burgués de la pequeña mancha húmeda. ¿Es verdad que me amas tanto?
Exaltado por ese contacto, ya sobre las dos rodillas, la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, él continuó hablando:
–Oh, el amor, ¿sabes…? El cuerpo, el amor, la muerte, esas tres cosas no hacen más que una. Pues el cuerpo es la enfermedad y la voluptuosidad, y es el que hace lamuerte; sí, son carnales ambos, el amor y la muerte, ¡y ese es su terror y su enorme sortilegio! Pero la muerte, ¿comprendes?, es, por una parte, una cosa de mala fama, impúdica, que hace enrojecer de vergüenza; y por otra parte es una potencia muy solemne y muy majestuosa (mucho más alta que la vida riente que gana dinero y se llena la panza; mucho más venerable que el progreso que fanfarronea por los tiempos) porque es la historia, y la nobleza, y la piedad, y lo eterno, y lo sagrado, que hace que nos quitemos el sombrero y marchemos sobre la punta de los pies… De la misma manera, el cuerpo, también, y el amor del cuerpo, son un asunto indecente y desagradable, y el cuerpo enrojece y palidece en la superficie por espasmo y vergüenza de sí mismo.

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